Artigas en el Paraguay.
La despedida de un jinete...
"Mi apreciado compadre:
Bien dicen que no hay como las desdichas para ligar a los hombres que se estiman. Bastó que se me echara encima una desgracia nueva para que de inmediato pensara en correr a su lado; con la pluma, ya que no matando las leguas que nos separan desde hace demasiado tiempo. Permítame narrarle mi desventura, rogándole que pase por alto lo que encontrará de ridículo.
Ha de saber que en las últimas semanas debí soportar algunos achaques de reuma, que me tuvieron en sillones o en la misma cama; hasta que antes de ayer, ya sin dolor mis miembros, me dispuse a reiniciar mis salidas a caballo por las cercanías. Fui, pues, a buscar mi alazán, lo ensillé completo, canturreándole entre dientes según mi costumbre, que él aprecia; pero cuando fui a montarlo me encontré con la novedad-no se ría usted de este amigo- de que ya no podía revolear la pierna para encaramarme en el lomo del animal. ¡Lo que toda la vida hice casi de un salto! Los músculos, como de madera dura, ni se doblaban bastante ni tenían fuerzas para el envión. ¡Había que verme, dos, tres, seis veces, quedándome colgado del recado como un lagarto a mitad de camino! Le ruego que no se burle de la figura grotesca que haría este paisano; usted, que tantas veces me encomió la naturalidad arriba del caballo: ¡si soy jinete desde que dejé de gatear! Pero de golpe tuve que aceptar que aquella naturaleza que me acompañó la vida entera había tocado a su fin. Se imaginará mi desconsuelo.
Pero ahora viene una parte del relato todavía más penosa. Viéndome así, me dije que, puesto que ya no podría montar nunca más, aquella última salida debía hacerla de todas maneras. ¿Comprende el significado?: era como despedirme de una modalidad de ser el hombre que yo valoré tanto y que ahora acababa de clausurarse para mí.
Y como no descubriera a nadie en las inmediaciones, hice de tripas corazón, y avergonzado como se imaginará, arrimé con cuidado el animal hasta un tronco volteado que había cerca, me subí encima como lo haría una señorita aprendiz de amazona, y sólo así logre encaramarme a duras penas sobre el lomo disgustado de mi alazán.
Pero me había equivocado: alguien me había estado observando en aquella claudicada. Era el gurí del vecino Aniceto, de nombre Ramón, que usted debe recordar: niño de unos doce años, escaso de palabras y de sonrisa avara. Comprenderá usted mi vergüenza y mi ridículo al comprobar que aquella derrota admitida, aquel descender a artimañas de señorita, había tenido un testigo indiscreto.
Y lo peor: no descubrí ninguna lumbre de burla en la expresión, que al menos me hubiera dado pie para replicarle con una sonrisita cómplice. Al contrario: aquel niño me observaba con una fijeza dolida donde se leía una veladura inconfundible de lástima. ¡Conmiseración le vi en cada ojo! Y eso me sumió en un pozo oscuro, del que todavía no he podido salir.
¿Qué iba a hacer? Puse el caballo al paso, me toqué apenas el ala del sombrero a manera de saludo, y evitando mirarlo me alejé, tratando de que no me notara que iba escondiendo la cara, y me largué a galopar con lágrimas en los ojos, queriendo abarcar en un abrazo último aquellos paisajes y aquel modo de verlos. Ya no divisaría más las alturas de los horizontes, las crestas de la lejanía que la vista, empinada, sólo era capaz de abarcar desde el mirador del caballo. Desde ahora-me dije-, desjinetado para siempre, el mundo se me va a volver más bajito, y yo andaré como rabón, o como caminando de rodillas ( que así me siento ya), recorriendo poco más que la casa, que ahora será casi mi único reino.
¿Y qué hacer con mi gustosísimo alazán, que se me ha vuelto un trasto innecesario? Mi primer pensamiento fue llevármelo lejos, hasta alguna extensión interminable, y allí, dejado en pelo, devolverlo a la libertad. ¿A la libertad? Pero el hábito de la libertad-cuánto me cuesta admitirlo- puede llegar a no hacerse indispensable: hay quien olvida la destreza de no tener trabas. al final opté por lo que me pareció un signo de la continuidad necesaria entre las cosas y los seres: le regalé el alazán al testigo de mi derrota. Hace un rato se lo llevé de la rienda a Ramoncito. Le fulguraron los ojos, me agradeció corto, y se lo llevó sin decir más nada hacia los fondos de su casa. Yo alcancé a palmear por última vez aquella anca que dejaba de ser mía, y pisando el sxuelo con mis alpargatas lisas me vine a escribirle a usted estas líneas, que se me hicieron imprescindibles.
(Le ruego que me deje hacer un alto aquí: los dedos a causa del maldito reuma, casi no me permiten sostener la pluma..)"
De José Artigas, a su compadre, desde su reclusión en el Paraguay.
Tomado de: "Hombre a la orilla del mundo" de Milton Schinca; presentado por el alumno Nicolás Remedios del grupo 3ro2, Liceo Ramón Goday, Casupá.
En homenaje a este gran escritor, que se despidió de nosotros el 22 de mayo del 2012, Milton Schinca celebramos tus palabras este día del libro, aunque ya sin tu presencia... tu obra perdurará en nuestras bibliotecas, tus palabras saltando en las aulas, bailando en un teatro... siempre con nosotros!
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